Llegaste un lunes de enero.

Te hiciste desear. Reconozco que nos tenías preocupados. De hecho, al día siguiente teníamos pensado sacarte sin preguntar. Supongo que estabas muy a gusto dentro de Ella. Pero al final te pudieron las ganas de vernos, y una mañana de lunes tocaste a nuestra puerta.
Llegaste esa misma tarde. A mí me pareció que viniste rápido y fácil. Nos ha jodido, lo vi desde fuera. Pero a Ella le costó. Pero fue lo que ha sido siempre: la fortaleza hecha persona. Ni un grito más alto que otro, sonriendo hasta el final y llena de ilusión.
Como yo, pero pasándolo peor.
Llegaste, pues. Y, a pesar del shock y de las mil millones de cosas en las que pensar, noté cómo el mundo era un poco mejor. Que tu sola presencia hacía que la tormenta y el desastre de ahí fuera amainaran. Sentí cómo habías llegado para mejorar todo esto.
Y para mejorarnos a nosotros.
Porque desde que llegaste somos mejores personas. Nos has convertido en personajes secundarios de nuestra propia vida. Y lo digo en el buen sentido: porque desde esa tarde de enero, incluso desde que nos dijiste que ibas a venir, todo lo que somos Ella y yo, todo lo que poseemos o vayamos a poseer, es tuyo. Sin letra pequeña, sin excepciones.
Nuestra vida es tuya.
Porque llegaste para hacernos dormir menos, para llenarnos de preocupaciones y de miedos. Pero también nos has llenado de alegría y de luz. Y cada minuto, cada hora sin dormir, cada discusión entre Ella y yo, se paga con creces. Y no sólo por cada sonrisa que nos regalas, o cada gesto gracioso, o las satisfacciones de los próximos años. Es el mismo hecho de cuidarte el que nos completa.
Porque eso es lo nos hace padres.
Llegaste para eso. Para que cumpliéramos nuestra misión en el mundo.
❤️
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