Negociaciones

Roberto esperaba menos paciente y más inquieto de lo que debería en la abarrotada fila del control de Pasaportes del Aeropuerto. Al fin y al cabo, llevaba su disfraz de sabio distraído —que incluía bombín, gafas, camisa de flores y libro de matemáticas al brazo— y sus documentos falsos preparados. No debía de preocuparse. Era difícil que alguien le reconociera sin su característico bigote ni su típica chaqueta de pana. Sin embargo, se le estaba haciendo eterna esa cola que representaba uno de los últimos obstáculos que le restaban para escapar del país. Era lo único que importaba. Por eso, mientras esperaba, ni siquiera cogió el móvil cuando  vio que la que llamaba era su ya futura exmujer. No tenía ánimo de contestar, y mucho menos a ella. Ya tendría tiempo de contactar con ella y con sus hijas al llegar a las Bahamas, y no era prudente que alguien pudiera oír su voz o tener una conversación mínimamente privada. Intentaba estar tranquilo, pero el calor de agosto y su nerviosismo hacían que sudara tanto como el día que hizo la Selectividad, más de treinta años atrás. Tenía la camisa de flores empapada y su pasaporte, que le convertía en holandés en lugar de español, empezaba tener las hojas pegadas por la humedad. Se estaba arrepintiendo de haber racaneado tanto el precio con el falsificador.

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Pero eso no se podía cambiar ya. Por eso, cuando el policía por fin cogió el documento e intentó despegar sus hojas, Roberto terminó de romper sus cañerías de sudor y a desconfiar de la mirada del agente. Notaba la camisa empapada contra su pecho y las gafas empañándose, lo que le daba más aspecto de sospechoso aún de lo que lo hacía su paupérrimo inglés al responder cuando le preguntaron el motivo de su viaje. Con todo, y pese a las miradas de suspicacia del agente hacia su atuendo, pasaporte y acento, había pasado el control. Por fin.

Pero eso era pasado ya. Después de ese trance, y presa del pánico, quiso variar un poco el plan inicial que había trazado. Se cambió de disfraz comprando en una de las tiendas duty-free del aeropuerto un jersey de rombos y una camisa morada, y tirando el bombín y la hawaiana. También compró el periódico, que narraba a lo largo de sus tres primeras páginas —editorial incluido—  el escándalo que el día anterior le había filtrado su amigo en la Fiscalía y que era a la vez motivo primero y último de su estancia en el aeropuerto esa mañana. Leyó el diario de cabo a rabo mientras esperaba sentado ante la puerta de embarque, embutido en su nuevo disfraz;  sudando cada vez más y sin dejar de mirar a ambos lados. Lo que venía a contar era que, en resumidas cuentas, le habían pillado con las manos en la masa. Lógico; tarde o temprano tenía que ocurrir. Y es que, desde un principio, no le había gustado ese negocio. En general. No le gustaba la persona con la que tenía que discutir el convenio laboral, ni tampoco sus insinuaciones. Bien es cierto que eso no siempre había sido así; hubo otro tiempo en el que tanto esa persona como sus ofertas eran siempre bien recibidas, fueran del tipo que fueran.

Pero esos eran los años buenos, antes de la crisis y de todo lo que vino después. Recortes, bajada de sueldos, y demás. Y por supuesto escasez de dinero. Y cada vez se le hacía más duro negociar con la patrona. Casi todos los años habían acabado necesitando de un mediador, tanto en el asunto de las condiciones de los trabajadores como en otros no relativos a la empresa. Y hace dos, ya cansado de discutir y harto de avaricia, había aceptado reducir el sueldo de sus sindicados un 30 por ciento a cambio de una pequeña —o no tanto— comisión.

Pero eso no era lo importante ahora. Lo que tenía que hacer era no llamar la atención e intentar coger ese avión. El enfado de su ex y la desilusión de sus hijas podían esperar. De hecho, casi seguro que fuera ella misma quien le hubiera denunciado. Durante la última negociación habían estado a punto de reconciliarse y con estos últimos acontecimientos él lo había arruinado todo.

Pero eso era otra historia. Tenía que estar centrado en lo importante: huir. Por eso, mientras esperaba en la puerta de embarque, con la cara cubierta por el periódico que relataba sus fechorías, y veía como se acercaban aquellos dos hombres uniformados, pensaba lamentándose:

Quién cojones le mandaba haber engañado a la negociadora de la patronal con su secretaria.

 

Imagen: «Airport» de Gerald Pereira

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