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Era una noche de sábado como otra cualquiera. O eso parecía.
Desde luego el día había sido un sábado de manual. Tras pasar toda la mañana en chándal —y no para hacer deporte, sino para sobrevivir a la resaca— y echar una siesta de las que te despiertas con tu contorno marcado en tiza en la cama, se empezó a crear el debate habitual entre los amigotes en WhatsApp sobre qué hacer y dónde ir esa noche.
Y las perspectivas no parecían muy halagüeñas. La sombra de quedarse en casa viendo una película se empezaba a cernir sobre mí cual ave de rapiña. Y de ninguna manera podía permitirlo. No en el estado en el que me hallaba en esos días. Necesitaba distraerme, alejarme de las circunstancias y pensamientos que rondaban mi mente de un tiempo a esta parte.
Porque mi época en la ciudad podía estar tocando a su fin. No por mi elección, como pensaba que pasaría en el momento —que yo ya intuía no muy lejano— en el que me acabara cansando de ella, de sus gentes y de sus calles.
Habían elegido por mí. Y dos personas a la vez, para darle más contundencia.
Por un lado, mi hasta el martes estimado jefe había decidido, previa consulta con sus propios mandos, que mi tiempo en su empresa iba a ser más limitado de lo que yo pensaba, como el de otros veinticuatro de mis queridos colegas. Reducción de personal; eufemismo que significaba que veinticinco becarios se iban a encargar de realizar nuestras labores a mitad de precio y sin tener que pagar impuestos. Cosas del libre mercado.
A su vez, mi casera también había resuelto que la casa en la que vivía en paz y armonía con dos amigos desde hacía más de un año necesitaba una reforma —no sin razón por otra parte— y por tanto ser desalojada, quedándonos en la calle en un par de meses.
Esa era mi tesitura, pues. En aproximadamente dos meses debía decidir qué hacer con mi vida; si lanzarme a buscar nuevo trabajo y piso en una ciudad de la que cada vez me sentía más lejano y con menos ataduras, o realizar el camino inverso al que hice tres años atrás y volver a Madrid con la misma maleta y el mismo inexistente trabajo con el que me fui, pero con mucha más vida por detrás y menos ilusión por delante.
Pero eso era algo a meditar durante los días laborables. En fin de semana eso no se hace. Era sábado, y lo importante era ver qué podía hacer para no quedarme en casa con mis fantasmas y mis pensamientos sombríos. Al final, nos decidimos por el plan menos malo; el cumpleaños de una amiga de segundo nivel, que no solía ser muy divertido pero en el que íbamos a conocer bastante gente y en un bar bastante chulo; o todo lo chulo que puede ser un bar en el que dejan entrar sin pagar a cinco treintañeros largos.
Allí hicimos acto de presencia, con bastante poca ilusión sobre cómo resultaría la noche. Y no estábamos defraudando nuestras propias expectativas, todo sea dicho. Si continuábamos así, sentados en una esquina del bar bebiendo cerveza y sin hablar con nadie, era más que probable que acabáramos volviendo a casa temprano en metro en lugar de en los respectivos autobuses nocturnos. Nos estábamos haciendo mayores.
Y entonces, apareció Marta, la homenajeada. No reparamos en ella, de tanto que la conocíamos, pero se acercó a hablar con nosotros, aún con nuestra cara de acelga. Yo, por mi parte, empecé a notar un ligero ruido de percusión, como de fondo…
Será la música del garito, pensé, ingenuo de mí.
—Ven a la barra conmigo —me dijo Marta-—; quiero presentarte a alguien.
Allí fui, con todo el escepticismo del que se puede ser capaz un sábado a medianoche.
Y te diste la vuelta. Se hizo más fuerte el ruido de tambores…
—Mira, esta es B., una amiga que ha venido de visita.
—Hola, qué tal, encantado —dije mirando tus ojos azules y comprendiendo que nunca más podría apartar mi vista de ellos— ¿De dónde eres?
—Yo de Madrid, ¿y tú?
Ahora estaba seguro de que los estaba oyendo.
No había duda… Los tambores comenzaron a sonar.
Me encanta el relato : )
GENIAL el estreno como colaborador.
¡Enhorabuena!
Pssss…
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Tu, que me ves con buenos ojos… Psss
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