El hombre se transformó en dinero al mismo tiempo que mi matrimonio en vapor. Y fue aquí; entre todo este hormigón, en medio de la destrucción que significó la construcción de éste y otros edificios durante la década pasada.
Debí de haberlo imaginado. Cómo nos —la— miraba mientras nos —le— explicaba las múltiples posibilidades de la casa que íbamos —esta vez utilizo sólo el plural— a comprar sobre plano con nuestros míseros ahorros y nuestro aún más raquítico amor.
Pero de esto último no éramos —era— conscientes en ese momento. Porque estábamos recién casados, recién licenciados, recién roto el cascarón en casi todos los sentidos. Tomando nuestras primeras decisiones más o menos libres, porque hasta entonces nuestros caminos habían sido guiados bajo una apariencia de libre albedrío que nos mantuvo inconscientemente felices; haciendo lo mismo que hacía el resto, creyendo decidir pero sin darnos cuenta de que el camino estaba fijado. Yo, por ejemplo, siempre supe que estudiaría ingeniería —se me daban bien las mates— y que me casaría con ella, a quien parecía dársele bien aguantarme.
Al menos mientras todo siguió el camino correcto, mientras venían bien dadas. Porque mientras observo estos muros, llenos de pintadas tras casi diez años en los que tan sólo gamberros y heroinómanos han ocupado el que debía ser nuestro nido, recuerdo las discusiones que tuvimos entre estas mismas paredes cuando vimos que la construcción, ya fuera de la casa o de nuestra familia, se demoraba. Lo agria que se mostraba conmigo y cómo disculpaba al agente inmobiliario, diciendo que él sí que sabía lo que se traía entre manos. No como yo, que me dejaba mangonear en mi empresa y que por cuatro duros dejaba que me mandaran de punta a punta del país, dejándola sola en el apartamentito que habíamos alquilado de forma provisional hasta que la obra terminara.
Serían doce meses, quince a lo sumo. La idea era mudarnos cuando tuviéramos el primer hijo, según el plan concebido por la providencia y nuestros padres al unísono. Pero los planes, como los sueños, planes son; y el nuestro se fue tornando en pesadilla. Porque ninguno de los objetivos de nuestro primer año de matrimonio se cumplía.
Ni había niños, ni piso. Y las dos cosas, según ella, por mi culpa. Por la doble pusilanimidad que siempre me achacó. Las dos eran ciertas. Una física, biológica. Y la otra, la que me impidió hacer las dos cosas que siempre tuve pendientes.
Una era dejar a mi mujer y la otra demandar a la inmobiliaria, a la vez que partía la cara al agente, como más tarde me dio motivos. Como podéis ver, he cambiado. Ahora me atrevo a hacer muchas más cosas.
Aquí ocurrió todo. En esta obra sin acabar les descubrí haciendo el amor. Quién me mandaría venir a ver si se habían reiniciado las obras. Ellos sí que las habían empezado, finiquitando un matrimonio que tampoco necesitaba ninguna excusa para morir. Y aquí también me di cuenta de que había sido engañado. Fue cuando mi abogado dijo que no tenía derecho a demandar ni a la inmobiliaria por no acabar el piso, ni al agente ni a mi mujer por quedarse con los bienes gananciales.
Maldita letra pequeña. Pues eso, que aquí ocurrió todo. Donde aquel hombre se transformó en dinero y mi matrimonio en vapor. Donde me di cuenta de cuanto odiaba a mi mujer, y no sólo por formar con otro la familia a la que estábamos predestinados.
Aquí ocurrió todo… Aquí me la jugaron…. En este edificio y estas obras abandonadas…
En el mismo lugar donde sus hijos se transformarán en cenizas.
Imagen: «Construction» de Stephen Rush