Se miraron a los ojos; sólo podía quedar uno.
Los dos notaban cómo el sol y el árido viento que soplaba en la tarde del Puerto de Cartagena les abrasaba la piel. Se encontraban allí puesto que, aun habiendo nacido el mismo año, “El Cartaginés” era dos meses más joven que “El Rey de Redonda” y le había correspondido elegir el lugar de la batalla final.
Uno tras otro el resto de los académicos habían ido cayendo ante ellos en anteriores desafíos. Desde “El Peruano” hasta “El Cineasta”, pasando por “El Periodista”, habían sido derrotados por las habilidades de los dos contendientes que ahora se escrutaban bajo la atenta mirada de las multitudes que les jaleaban, deseosos de saber quién iba a ser coronado como “El Manco de Lepanto”; título honorifico que no obstante implicaba la vida eterna.
El reloj de la torre dio las cinco de la tarde y el gentío calló. Los dos académicos cogieron sus armas reglamentarias y esperaron a que el árbitro diera comienzo al encuentro con la milenaria frase:
—Caballeros, tienen el tema que les ha sido adjudicado delante de su cuaderno. Pueden comenzar a escribir.
Imagen: «The Flavian Amphiteatre» de AmatørFoto