Lucy no era la chica más popular en el instituto. Ni mucho menos.
Se pasaba los días sola, tanto en clase como en el patio, observando y apuntando cosas en su cuaderno. De ahí que entre otros motes tuviera el de “La Poeta”; por mucho que nadie supiera a ciencia cierta qué era lo que apuntaba en esa libreta. Porque no se la había enseñado nunca a nadie. Le daba vergüenza reconocer que su apodo era cierto, y también era consciente de que las poesías que escribía eran pésimas.
Además estaba segura de que el enseñarlas no aumentaría su popularidad. Sus compañeros se reirían de ella más aun de lo que llevaban haciendo todo el curso. Incluso la profesora de Inglés, cómplice a veces de esas burlas, estallaría en carcajadas como había hecho la mañana en la que tartamudeó al leer aquel pasaje de Huckelberry Finn.
Pero eso iba a cambiar. A partir de ahora, ni la profesora ni nadie se volverían a reír de ella. Después de lo de hoy, nunca jamás.
Otro de sus motes era “el Yeti”; pues siempre iba ataviada con varias capas de ropa. Una de las razones para hacerlo era combatir el terrible frío del Medio Oeste americano. Otra era que le servían de amortiguador cuando, al llegar al instituto, arreciaba la tromba de bolas de nieve arrojadas por sus “compañeros”. Volvió a sentir el frío de esa molesta salva de bolazos al llegar esa mañana a clase.
La mañana en la que todo iba a cambiar. Era la última vez que le iban a hacer eso.
Y así entro en clase la fatídica mañana, con las manos bien metidas en los bolsillos de su abrigo como medida de precaución, no se le fuera a caer la herramienta que haría cambiar todo. Se sentó en su sitio habitual, sola al final del aula, y se dedicó a observar con inquina al resto de los alumnos y a la maldita profesora.
Y empezó a ensayar. Iba a ser su obra maestra.
Se puso a escrutar, una a una, a sus víctimas. Visualizó lo que le iba a ocurrir a cada uno de ellos. Por ejemplo a Jimmy, el pelirrojo irlandés que se inventó lo de “El Yeti”; o a Samuel, el niño judío que debajo de sus rizos escondía una mente maléfica para pergeñar planes contra ella. Así hasta llegar a la profesora, esa solterona que puede que en un lejano pasado fuera una docente vocacional y plena de motivación, pero que desde que se cruzó en su camino el pasado septiembre lo único que había hecho era ponerle palos en las ruedas de su aprendizaje y su integración social.
El único que se iba a salvar era William, el chico nuevo. Por una parte acababa de llegar a la ciudad y —de momento— no le había hecho nada. Y por otra parte sentía cierta empatía hacia él. No debía ser fácil ser negro en Minnesotta, como no lo era ser una aprendiz de poeta en una clase llena de rednecks como la suya.
Justo mientras miraba a William, la profesora pidió voluntarios para leer la redacción que había mandado como deberes. Seguro que lo hacía con el único ánimo de dejar pasar el tiempo, no fuera a ser que sus alumnos llegaran a aprender algo en sus sesiones. Para sorpresa de la clase y por primera y casi seguro ultima vez, fue Lucy la primera voluntaria.
Caminó decidida hasta el frente de la clase, donde tendría a todos sus compañeros en el punto de mira. Metió su mano en el bolsillo derecho de la cazadora, lista para la acción…
…sacó su cuaderno y se puso a recitar la poesía en la que se reía de todos ellos. De las pecas del irlandés, de la larga nariz del judío y de las seguras telarañas que la profesora debía de tener en sus partes bajas.
Al fin y al cabo, ella era “La Poeta”. Todos le llamaban así.
Todos menos William, al que vio partiéndose de risa en su sitio.
Imagen: «Fucking Lessons» de Pierre Lognoul