Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. De hecho han ocurrido dos. Ambos sucesos de probabilidades estadísticamente despreciables; uno de ellos puede quedar como simple anécdota, el otro ha cambiado mi vida por completo…
Y eso que el día pintaba mal, realmente mal. Ahora, por la noche, escribiendo estas líneas después de pasar sin duda la mejor tarde de mi vida, no voy a ser yo el que diga que por la mañana iba sonando en mi coche “Hoy puede ser un gran día” de Joan Manuel Serrat. La cosa pintaba fatal.
Para empezar, decir que ha sido lunes. Si ya de por si eso hace que no se esté de humor, las circunstancias no hacían pensar que se podía aguantar el día con mucha dignidad.
Estamos en febrero. Y por primera vez en mi vida ese mes ha sido aplicable a donde vivo. 3 grados y nublado aquí en Tenerife. La primera ocasión en los veintisiete años de mi vida que veo esto. Mi madre, cuando se ha despedido de mí con un hilo de voz al verme salir de casa camino del trabajo después de mi ausencia de cuatro días, también me ha dicho que en su vida había hecho este tiempo en nuestra isla.
Me he subido en el coche, y la primera en la frente. Al girar la cabeza para sacarlo del garaje, primer tirón de la cicatriz de siete centímetros en la base del cuello. No había llegado todavía a la oficina y ya me estaba doliendo. Tal vez mi padre tenía razón y me estaba precipitando.
Pero no podía estar en casa; no podía ver a mis padres y hermanos mirarme con esa cara con la que me llevan mirando los últimos meses, aguantando las lágrimas para luego llorar en otros hombros, como me contó mi amigo Sergio que hizo mi madre el jueves —11 de febrero, Virgen de Lourdes— mientras yo estaba a saber en qué lugar, bajo los efectos de la anestesia.
Tengo que ocupar mi mente y liberar la de los demás.
El día ha sido como hubiera sido cualquier otro. Ponerme al tanto del correo, preguntar si se me ha echado de menos, mirar el extraño clima por la ventana, contestar lo más animadamente posible a las preguntas de mis colegas, con toda su buena intención y toda la grisura que inyectaban a mi ánimo. A veces, sentirse querido hace pensar en todo lo que estás a punto de perder.
Pero, de repente, ha ocurrido una cosa que en cualquier otra circunstancia, hubiera animado el día de cualquiera. Se le ha llamado el Milagro de Febrero en Tenerife. Por primera vez en los registros, ha nevado. En Tenerife. En la playa. Y, mientras mis compañeros salían a la calle a tocar y sentir la noticia del año, yo me he quedado mirando por la ventana.
Es curioso como un hecho tan inusual como mirar una nevada en una playa haga sentir tanta tristeza. No he podido contener el llanto. Menos mal que estaba solo. Pensar que todo el sufrimiento de los últimos tiempos, las recaídas, las conversaciones con los médicos mirando el posible tratamiento, la desesperanza, los rezos, la operación exploratoria del jueves, las horas postrado en el hospital, tengan como ultima recompensa el ver algo tan poco valioso —y de tanta belleza, eso sí— como que nieve en una playa semitropical, hace que uno se sienta algo muy insignificante. El ver un hecho que todo el mundo contará a sus nietos, pero casi seguro que tú no.
Pero nunca dejéis de confiar en los milagros. Porque hay veces en la vida en los cuales, en un momento, todo pasa del negro a al blanco y el mundo resplandece y huele a todos los tópicos que te hacen sentir bien; a leña, a hierba recién cortada, al pelo de la chica que te gusta. Momentos en los que ha merecido la pena todo el dolor y la angustia anterior, haciéndote creer que todo tiene un sentido, un objetivo. Hay momentos que valen una vida. Tal vez no os deis cuenta en ese instante; no obstante yo hoy lo he sabido.
Mientras miraba la ventana, durante mi gran instante negro, sonó el teléfono. Era mi padre, que con la voz henchida de emoción acertó a decirme:
—Hijo, vente para casa que han llamado del hospital… Compra champán de camino.
El resto es historia por contar. Brindemos por ello. Por mucho tiempo.
Imegen: «Winter at the beach»