La Invitación

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Otro puto lunes. Y llegando a casa a las tantas. Casi mejor; cuanto menos tiempo pasara en su “hogar”, menos oportunidades tendría de pensar en su propia soledad y en lo lejos que le quedaba el fin de semana.

Lo que no se esperaba era la sorpresa que le tenía deparado el correo. Cuando vio aquel sobre, le dio un vuelco al corazón.

No podía ser verdad. No era posible que le hubiera llegado.

No se atrevió a abrirlo en un primer momento, dejándolo encima de la mesa del salón. El acontecimiento requería un rato de reflexión sentado en el sofá, tomándose una copa. Eran demasiados recuerdos del pasado, demasiadas heridas aún por cicatrizar. De ahí  que no se explicara todavía  que ese sobre, ese envío en particular, le hubiera llegado a él.

Mientras veía ese sobre, con el nombre de ella y el de su novio en el remitente, con el tipo de letra y de papel que sólo podía significar una cosa —una invitación de boda— le volvieron a la mente muchas cosas. Todo lo que sucedió en aquellos infaustos días; todo el dolor, toda la pena y todas las lágrimas que los años sólo habían logrado amortiguar un poco, lo mínimo imprescindible para poder ir caminando por la vida con una cierta dignidad.

Toda esa película volvió a su cabeza y, por más que lo pensaba, no le era posible explicar a que se debía esa invitación. Si es que era eso; la única forma de descubrirlo era abriendo el sobre.

Cuando, después de un par de whiskies, se decidió por fin a abrir ese envoltorio maldito de papel acartonado, le temblaban las piernas y tenía los ojos humedecidos por las lágrimas. No sabía bien lo que le esperaba todavía.

Porque el sobre estaba vacío.

Tras tanto tiempo de silencio y abandono, sólo se le ocurría mandarle una invitación de boda vacía. Él ya había oído que ella se iba a casar, de estas cosas siempre se entera uno. El 13 de junio; el día del aniversario de la muerte de Papá. No podía haber elegido otro día. Pero nunca pensó que le invitaría. Y, muchísimo menos, que esa invitación estaría vacía.

No quería pensar mal. Probablemente el hecho de que el sobre estuviera vacío fuera un error. Pero no dejaba de darle vueltas al asunto. Su primer instinto fue mandarlo todo a la mierda, hacer como que no lo había recibido y no aparecer el día elegido por allí. Sin embargo le sabía muy mal que la historia entre los dos terminara de aquella forma; y puede que la mejor manera de seguir adelante fuera ir allí y saludar a todos de una manera normal y educada.

Por otra parte, no sabía cuál iba a ser el lugar donde se celebraría la ceremonia y el convite. Es lo que suele aparecer como información en las invitaciones. No dejaba de pensar en que quizá el la suya que estuviera vacía era una excusa para que él la llamara y volvieran a retomar el contacto.

Siempre fue su forma de hacer las cosas. Su manera de pedir perdón. Ella nunca iba a ofrecer una disculpa oficial por todo este tiempo en el que no habían hablado. Esperaría que él, en su desconcierto, se atreviera por fin a coger el teléfono y darle la satisfacción de preguntar por qué el sobre de la invitación había llegado vacío. Que cuándo y dónde se celebraría la boda; si estaba, definitivamente, invitado.

Y, pese a lo mucho que le dolía y esos pinchazos como de vudú que perforaban  su orgullo, al final lo hizo. Seguía teniendo su número de móvil en la agenda y, al parecer, ella también:

—Hola, hermano. Ha pasado mucho tiempo. —Después de tantos años, volvió a oír su cálida voz al otro lado de la línea.

—Demasiado, la verdad. Desde que murió Papá. ¿Cómo está Mamá?

 

Imagen: «Letters never sent» de Tnarik Innael

 

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