Jamás se nos habría pasado por la cabeza lo que iba a pasar. La única pista que podíamos tener respecto al infierno que nos esperaba era el desapacible clima con el que nos recibió Galicia en nuestras últimas etapas del Camino de Santiago.
Porque todo lo que fue ocurriendo a lo largo del viaje nos estaba pareciendo enormemente placentero. La compañía mutua que nos llevábamos haciendo mi novia y yo desde Madrid; la ajena con la que nos regalaba el resto de caminantes, la hospitalidad con la que cada uno de los pueblos castellanos reciben siempre al peregrino. Y el propio Camino en sí; lugar itinerante de encuentro con tu espiritualidad o, en su defecto, contigo mismo y tus circunstancias.
Incluso los primeros kilómetros gallegos, con la humedad que te cala los huesos —pero tan agradecida en las largas travesías— y la niebla y el frío que a lo largo del día se van levantando en consonancia con el ánimo del paseante, nos fueron gratos. Y todo ello pese a que pasamos el día entero caminando sin ver a mucha gente. Aun así, todavía me resulta difícil creer todo lo que vino a continuación.
A ti te pasaría lo mismo en su momento, ¿no? Seguro que tampoco te lo imaginabas cuando apareciste por allí, hace tanto tiempo y viniendo de tan lejos.
Cuando llegamos al que era tu pueblo, ya avanzada la tarde y un poco desorientados porque esperábamos encontrarnos con otro lugar, nos sorprendió. Ni siquiera salía en los mapas, de tan vacío que estaba.
Y todo ello a pesar de tu historia, aunque nosotros no la conociéramos aún.
Allí tan sólo vivían dos hombres —que por su parecido debían ser hermanos— que regentaban un bar, supusimos dedicado a los peregrinos; sin estar para nada seguros de ello, pues el local lucía demasiado vacío de gente y a la vez lleno de polvo y telarañas como para ser lugar de paso de tanta gente a lo largo de los meses.
De los dos presuntos hermanos uno de ellos, casi seguro el mayor por su pelo cano y el aburrimiento vital propio de las miradas que ya han visto pasar a mucha gente, atendía en la barra; mientras que el otro, con apariencia un tanto más joven y mucho más extraña —dada por su mirada también, en su caso por la falta de empatía de ésta— se encargaba de limpiar las mesas y el suelo. Nos acercamos a la barra con el interés y educación requeridos en las personas necesitadas de favores:
—Buenas tardes ¿No tendría usted un enchufe donde pueda cargar el móvil, por favor? —preguntó mi novia al mayor.
—No— respondió, muy seco—. ¿Qué van a tomar?
—Dos cocacolas, por favor —dije yo mientras Paula apuraba sus últimos momentos de batería localizándonos en el mapa del GPS—. Disculpen pero, ¿Saben ustedes de algún lugar por aquí cerca donde podamos pasar la noche? —Confiábamos en que hubiera un pueblo más grande a poca distancia, o que la pareja de lugareños tuvieran su bar acondicionado como posada para este tipo de eventualidades.
—A menos de quince kilómetros no hay nada.
—¿Quince kilómetros? —inquirí alarmado, pues a esas horas no nos daría tiempo a llegar antes de que anocheciera—. ¿Y ustedes no tendrían, por un casual, habitaciones para peregrinos?
—¿Peregrinos? —Por vez primera aquel hostelero hizo un amago de sonrisa que fue le devuelta por su hermano, de forma más abierta y retorcida, a raíz del contacto visual entre ellos—. Me da que se confundió. Por aquí no pasa el Camino.
—Tiene razón, Mateo— terció Paula—. Este pueblo no es parte del Camino. El caso es que el nombre me suena de algo; creo que leí hace tiempo algo sobre este pueblo en los periódicos.
Antes de que su móvil feneciera, Paula había podido ver que, en efecto, nos habíamos desviado. Debimos haber leído mal una de las flechas amarillas, o bien haber seguido alguna de las falsas que la gente pone en el camino, ya sea a modo de broma o para guiar a los peregrinos hasta su pueblo y que consuman allí lo que debían de haber gastado en un pueblo del trayecto.
No creo que este fuera el caso. A esos dos hermanos no les hacia ninguna gracia que estuviéramos allí. Ni nosotros ni nadie, me atrevería a decir. Además, pudimos ver cómo les cambió el gesto cuando hicimos referencia a que el nombre del pueblo nos sonaba de algo.
—Disculpe —continué—, ¿y no podría hacernos el favor de dejarnos pasar la noche aquí? Ya casi es de noche y no tenemos muy claro dónde tenemos que ir… Si quiere que le paguemos, traemos dinero; además, nos vale cualquier sitio que tengan libre para poner nuestros sacos.
—Aquí no se puede dormir. No se les ha perdido nada en este pueblo; ni a nosotros con ustedes —No sé a qué venía eso; ni tampoco la risa del hermano, que nos seguía mirando con su expresión torva—. Váyanse por donde han venido. Lo antes posible.
Tras este desafortunado encuentro, terminamos rápido nuestras cocacolas y nos dispusimos a salir de aquel pueblo cagando leches. Vista desde fuera, la conversación tal vez fuera un poco hosca, pero normal; no obstante a mí y sobre todo a Paula nos había dado muy mal fario. La risa del hermano barredor era inquietante.
Se nos estaba haciendo de noche en cuestión de minutos, por lo que decidimos andar rápido hasta encontrar un claro en el bosque donde dejar los sacos y ponernos a dormir. La noche no tenía pinta de ir a ser muy fría y ya encontraríamos el camino al día siguiente; Paula se había apuntado la ruta en un papel. Tuvimos que caminar un rato largo, y al encontrar un sitio era ya noche cerrada.
Esa oscuridad hizo que no viéramos tu coche en aquel claro.
Te juro por lo más sagrado que si lo hubiéramos visto no hubiéramos dormido al lado de donde tú descansabas.
Inopinadamente, al final aquella noche hizo bastante frio; aunque supimos sacarle ventaja calentándonos de la mejor forma posible —compartiendo saco, y no sólo eso—, pese a las incomodidades. Por eso tengo un cierto regusto agradable de aquel incidente. Porque, sabiendo lo que sé ahora, hubiera dado una pierna porque mi última noche con Paula fuera así.
A ti no te dieron ni siquiera esa oportunidad, ¿no es así?
Amaneció pronto y con mucha niebla. Me desperté helado, tiritando; más nada en comparación con cómo me sentí, todavía medio dormido, al oír el grito de Paula cuando volvía de hacer pis en un árbol. Giré la cabeza y la vi, llorando y con un ataque de nervios, delante de tu coche, abandonado y carcomido por la humedad como estaba:
—¡Mateo, aquí dentro hay un esqueleto! —gritó, con las manos temblorosas y no por el frío y la humedad de sus huesos—. Yo creo que se lo han cargado los dos pirados esos del pueblo. ¡De eso me sonaba, joder! Leí nosequé sobre un holandés que desapareció aquí hace unos años. ¡Ven, coño, tenemos que hacer algo!
—Sí; irnos a toda hostia de aquí. Cuando lleguemos al siguiente pueblo, avisamos a la Guardia Civil.
No me dio tiempo a empezar a correr. Mientras veía a Paula alejarse, gritando como alma que lleva el diablo, algo me golpeó la cabeza. Con menos fuerza de la que mi atacante pensaba, pues no quedé noqueado y me dio tiempo a agarrarle la pierna antes de que fuera a por ella. Por desgracia, poco pude hacer por mí mismo cuando llegó el otro hermano con una escopeta.
Al menos Paula había conseguido huir.
Y así es, amigo, como la policía encontró tu cadáver después de tantos años. Espero que no pase tanto tiempo hasta que aparezca el mío.
Imagenes: «Morning Mists» de.tafo.; «Abandoned Storehouses» de Diego Torres Silvestre; y «Rust and Flowers» de Karen Newman
Pingback: Relato publicado en la Revista “Quimera” | Lo que mis mentiras cuentan