Mirando, a través del espejo retrovisor de su coche, las ramas del árbol de Navidad que descansaba en el asiento trasero, Daniel pensaba en cómo ese árbol era una imagen, una especie de símbolo, de todo lo que había cambiado en el día de hoy. Aunque, bien pensado, el árbol significaba, por sí mismo, un nuevo comienzo. Lo que llevaba en el maletero y la ausencia de Pablo en el asiento del copiloto daban mejor la impresión del cambio sucedido en el último año, y de lo que acaba de hacer.
Esa mañana, como todos los 23 de diciembre desde que fundaron su despacho de abogados, los dos socios se disponían a viajar en coche al bosque cercano a la ciudad para seguir la tradición de talar un abeto y dejar que los demás miembros de la empresa, sus empleados, lo decoraran en la fiesta de Navidad que se celebraría esa misma tarde. Pero este año las cosas iban a ser un poco distintas.
Para comenzar, Daniel ya había mandado un mail corporativo explicando la situación de su socio:
“Queridos compañeros; desde aquí os informo que hoy, debido a su delicado estado de salud, nuestro Director General, Pablo Miralles, será internado por mí en un centro sanitario, donde se someterá a una cura de reposo. Ruego no se le moleste durante las próximas semanas y se disculpe su ausencia en la fiesta de esta noche”
De este modo se libraría de preguntas capciosas. Quería dar apariencia de normalidad hasta que pasaran las fiestas y la gente se empezara a hacer preguntas. Cuando ya fuera imposible hacérselas a él.
Lo mejor de todo era que Pablo no sospechaba nada. Ni siquiera había preguntado si les había tocado algo en la lotería, con ese billete que llevaban comprando desde hace veinte años; ese número que ayer, por primera vez, había resultado premiado y que Daniel guardaba en su caja fuerte como el tesoro que era.
Pero el billete a compartir era lo de menos. Qué más daba dividir una fortuna inmensa a la mitad. Seguía siendo una fortuna. A lo que iba a pasar hoy se podía llamar una reposición; una devolución con intereses de todos aquellos pequeños desfalcos y distracciones de dinero que su socio le llevaba haciendo desde hace tanto tiempo. Irregularidades que Daniel había descubierto, y profundizado en ellas, en el último año. 3.000 euros por aquí, un millón de pesetas por allá… poco a poco, aquello fue generándole un capital importante, todo él hecho a sus espaldas.
No lo podía permitir. De ninguna manera.
En todo eso pensaba mientras conducía hacia el bosque de abetos donde siempre talaban el árbol, con la motosierra en el maletero y Pablo a su lado; siempre con su verborrea, preguntando estupideces como si había encargado que compraran galletas de jengibre para esta tarde, que se le estaba llenando la boca de saliva pensando en ellas… tonterías de ese calibre.
Se le iban a quitar, y se le quitaron en efecto, las ganas de reír cuando sintió la motosierra hincándose en su tobillo, haciendo Daniel un corte al abeto y luego otro al pie de Pablo, y así sucesivamente.
Todavía podía oír, mientras conducía de vuelta, los gritos de Pablo. Podía ver el reguero de sangre que dejo en la nieve al intentar huir. Podía ver la cara de asombro cuando le enseñó el pie recién cortado, mientras Pablo se preguntaba el por qué, antes de quedarse inconsciente, quizá para siempre.
Porque cuando se despertara, en medio del bosque y de la nieve, si lograba sobrevivir a la pérdida de sangre y al frio, Pablo todavía tendría una oportunidad. Daniel le había dejado un teléfono móvil al lado con un 2% de batería en ese momento. Si no utilizaba mucho el GPS, tal vez podría hacer una llamada. A Daniel no le preocupaba mucho esta posibilidad, la verdad. Si eso ocurría, el ya estaría en un vuelo directo a las Bahamas.
Además, después de tantos años, Pablo se merecía una oportunidad de sobrevivir. Al fin y al cabo, tampoco es que él mismo fuera un psicópata o nada parecido, pensaba Daniel mientras buscaba una caja de regalo en la que cupiera el pie que tenía en el maletero…
Sería un regalo de Navidad ideal para la mujer de Pablo…
Imagen: «Snow» de Thomas Riecken