Mientras chirrían tus arrugadas costuras de bronce, una aceitosa lágrima escapa bajo tus gafas de sol. Quien te vea desde fuera pensará que eres feliz, tostándote al sol sin ninguna preocupación.

Todos creen que no tienes corazón. Y tú piensas que ojalá no lo tuvieras, que el regalo de aquel mago no fue más que una pesada maldición. Porque desde aquel día tan sólo sirves para echar de menos a Dorothy, a sus cabellos rubios y a sus zapatitos de charol. No has dejado de buscarla desde que partió hacia Kansas.
Aunque a veces no se te note.
Como ahora, tumbado en la cubierta de tu yate.