—El próximo vas a ser tú.
Y con esta frase se derrumbó el castillo de naipes que llevaba construyendo desde hacía quince años. Y en mi despacho empezaron a reinar el frío y el silencio que minutos más tarde romperían los helicópteros de la policía, pese a que a esas alturas yo ya no los fuera a oír.
Le dije a mi secretaria que no me pasara llamadas, explicándole la gravedad de la situación, y organicé todo lo que tenía que hacer antes de emprender la huida.
Mi primer cometido era destruir el ordenador, fuente inagotable de correos y pruebas. Después llamaría al resto de mis consejeros para hacerles la misma advertencia que mi contacto en la fiscalía me acababa de transmitir. También debía de llamar a Roque, que tenía listo mi pasaporte falso y mi billete a Singapur. Y, justo antes de marcharme, habría que revisar los cajones de mi escritorio; no hubiera allí algo que me pudiera incriminar todavía más.
Y fue allí donde la vi. El regalo que me hizo aquel alcalde ruso en visita oficial. No recordaba que siguiera todavía en mi despacho. Parecía estar llamándome; pidiendo, casi suplicando, ser usada. Explicándome que, por mucho y por muy lejos que huyera, al final me iban a coger. Que ese era el punto final.
Tuve que cogerla y comprobar si seguía cargada.
Y, mientras mi secretaria me avisaba por el interfono —“¡Ya están llegando!”–, perdí mis últimas elecciones.
Imagen: «Telephone» de H.L.I.T