Aquel fuego me recordó al campamento al que fui con quince años, donde conocí a mi esposa, que estaba sentada a mi lado y que bien podía haberme dejado viudo esa misma noche. O yo a ella. Recuerdo que la estaba mirando con la misma admiración con la que lo hice la noche en que nos conocimos, mientras hacíamos como que escuchábamos al presunto poeta que convertía historias de miedo en canciones con su absurda guitarrita y nos reíamos de él al mismo tiempo, quizá creando nuestra primera conexión.
El fuego de la chimenea al cual mirábamos esa noche, todos juntos y en silencio, me trajo también recuerdos mucho más acogedores que la escena que nos ocupaba. Y eso que cualquiera podría pensar que no hay nada más acogedor que una noche de sábado en una casa rural, bebiendo vino y charlando delante del fuego junto a tus compañeros de trabajo.
Nada más lejos de la realidad. Porque todos sabíamos que una de nuestras copas estaba envenenada. Pero no cuál de ellas, ni quién de nosotros iba a morir. Siete personas distintas apuntaban sus armas a nuestras cabezas, obligándonos a beber de la copa que cada uno tenía, servidas por ellos mismos, bajo la amenaza de matarnos a todos si nos negábamos a beber de ellas.
Yo, dada mi condición, me ofrecí inmediatamente a beber de la copa envenenada. Pero el cabecilla de los asaltadores se negó:
— ¡Si la vida de tu mujer no estuviera también en juego bien que escurrirías el bulto, cabrón, como haces siempre!— No me extrañó demasiado la animosidad hacia mí de aquel encapuchado—. A ver si así aprendéis todos a sacrificaros por el bien común.
Desde luego, debía reconocerles que habían elegido una forma muy original de atentar contra un grupo de personas. Raptarles mientras están en una casa rural de fin de semana, haciéndose pasar por empleados, y obligarles a beber de unas copas que acabarían matando a solamente uno de ellos, a modo de ruleta rusa. El caso saldría en todos los periódicos no sólo del país, sino del mundo, y les daría la publicidad que ellos creían que su causa merecía.
Naturalmente, al principio nos negamos en redondo. No podíamos permitir que se salieran con la suya, ni aceptar su chantaje. Pero cuando nos dejaron solos para reflexionar en el salón de la chimenea, decidimos lo que haríamos. No podíamos —nadie en nuestra situación lo haría— dejar que nos mataran a todos y que todo se fuera al garete. Probablemente lo hicieran de todas formas, pero habían planteado un trato y debíamos aceptarlo, en aras de que alguno de nosotros tal vez sobreviviera. Acordamos que, en caso de que dijeran la verdad y que todos, salvo uno, saliéramos de allí con vida actuaríamos con una sola voz y atribuiríamos la muerte del “elegido” a causas naturales. Nos serviría de coartada para no dar publicidad a los terroristas. Y también, y ahora ya puedo decírselo sin sonrojarme, para disimular la estupidez —mía— de juntarnos todos en un sitio cerrado, sin nadie para protegernos.
Estábamos seguros de que ellos reivindicarían el asesinato, y así lo hicieron. Pero: ¿a quién iba a creer la opinión pública, a ellos o a nosotros?
Fuimos bebiendo todos, por orden de importancia, y gracias a Dios nuestras parejas quedaron libres. Siempre pensé que aquello no tenía nada de azar, que estaba preparado para que todo acabara así. El resto de nuestros compañeros bebió sin consecuencias aparentes. Quedamos entonces solamente él y yo.
Juro por Dios que me ofrecí a beber de las dos copas; o a beber yo primero, con ánimo de que, si no me tocaba a mí, tirar la copa de mi amigo; pero no quisieron. Tenía que beber primero él. Por eso siempre pensé que lo tenían ensayado.
Al fin y al cabo, matar a un Vicepresidente no significa lo mismo que hacerlo con todo un Presidente.
Comprenderá ahora, mi querida periodista, las razones de ocultar durante tanto tiempo las circunstancias de su muerte. He tenido que esperar hasta mucho tiempo después de dejar el cargo para contarlo, y para darme cuenta de lo erróneo que fue ese fin de semana en una casa rural con mi gabinete.
Imagen: «Bonfire» de Dheeraj Dwivedi