(A Bram Stoker, con mi mayor respeto, mi máxima admiración e infinitas disculpas por mi atrevimiento)
—¿Dónde estuviste anoche, cariño?
—Estuve con pacientes, Sarah, como todas las noches.
—No te creo; seguro que pasaste la noche en antros de mala muerte. Estarías emborrachándote y gastándote todos nuestros ahorros con pelandruscas. Dinero que te recuerdo, cariño, no es tuyo, ni siquiera nuestro; era y es de mi familia. A veces pienso que sólo te casaste conmigo por mi dinero.
—¡Qué cosas dices, Sarah!
“Tiene toda la razón”, pensó el Profesor. En lo de anoche y en lo de su matrimonio, tan sólo aparentemente feliz. Era bien cierto que había pasado la noche anterior en tabernas, gastándose dinero donde y en quien no debía antes de arrastrarse tambaleándose hasta un coche de caballos que le llevó a casa semiinconsciente; pero antes sí que había estado con pacientes.
Y fue al ver a una de sus nuevas pacientes, Lucy, cuando decidió que su vida había acabado como tal. En el preciso momento en el que su discípulo Jonathan la trajo anoche, delirando presa de unas fiebres por el presunto mordisco de un animal, el Profesor comprendió que había desperdiciado su vida con Sarah. Y que a partir de ahora debía dedicársela a Lucy y a procurar su curación, y quizá su amor. Poco importaba que ella no le conociera todavía, tampoco el que El Profesor no supiera cómo curar la enfermedad que le acechaba; iba a huir con Lucy Y el haber tomado esa decisión fue lo que le hizo aprovechar su última noche en Budapest despidiéndose de los mismos locales de mala muerte donde había olvidado su rutina hasta que llegó Lucy.
Porque había visto su cuello. Ese cuello, pálido y helado como el resto de su piel. Ese cuello, que era prolongación de su escote y de su pecho agrandado por el corsé. Ese cuello, cuya parte posterior quedaba cubierta por la rubia melena empapada en sudor por las tiritonas que sufría desde la noche anterior. Y, sobre todo, ese cuello en el que resaltaban dos marcas de colmillo como dos aguijonazos bordeados de reseca sangre propia y ajena.
Fueron Lucy, y su cuello, los que le abrieron los ojos al Profesor. Y fueron también las historias de Jonathan acerca de lo que había visto en Rumanía hacía una semana y la manera en la que lo relacionaba con lo acontecido con Lucy. Y fueron, por supuesto, los constantes reproches de su mujer. Todo ello unido al soberano aburrimiento que ella le producía.
Pero fue el cuello de Lucy lo que lanzó al Profesor a la aventura, a despedirse de Budapest para siempre. Lo que le animó a salir de casa con la excusa de ir a su despacho, y en su lugar dirigirse directo al banco donde su amigo el judío no pondría ninguna pega a que sacara todo el dinero de la cuenta que compartía con la mohína Sarah. Con la fortuna que ella había heredado tendría más que suficiente para empezar una nueva vida en Rumanía con Lucy.
No le preocupaba demasiado que su mujer descubriera su desfalco. Para cuando ella se diera cuenta de que había escapado y se decidiera a salir de casa a buscarle podían haber pasado tres o cuatro días, pues no era extraño que el Profesor se ausentara varias noches seguidas.
Y así, pensando en las aventuras que correría en aquella tierra llena de leyendas de monstruos y vampiros, imaginando lo agradecida que estaría Lucy por haber sido curada de sus afecciones y la eterna vida en común que pasarían en alguno de los castillos que poblaban Rumanía, el Profesor montó a la casi comatosa Lucy en el carruaje y le dijo al cochero que se dirigiera raudo a la estación de ferrocarril, previo pago de una generosa propina a cambio de su silencio.
Imaginen, pues, la desilusión del Profesor Van Helsing cuando al llegar a la estación vio que el tren a Transilvania había partido hacía tan sólo tres minutos.
Imagen:»Neck» de Jacky-Oh-yeah