Asesino Silencioso

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Cuando dejé el restaurante aquella tarde al lado de mi compañero y sin embargo amigo Antonio, camino del cuartel general de la compañía donde nos ganábamos humildemente el pan, empecé a tener un mal presentimiento respecto a la tarde y a la semana en general. Aún así, no creía que los acontecimientos se fueran a desarrollar de una manera tan dramática.

Antonio y yo nos conocíamos desde hacía cinco largos años, los que yo llevaba en la empresa.  Desde el primer día habíamos tenido una muy buena relación. Éramos de la misma edad y con aficiones parecidas; los dos éramos hinchas del Atlético de Madrid, por poner un ejemplo tonto. De hecho, algún fin de semana habíamos quedado para ver el partido, ya fuera en mi casa, en el bar  o hasta en alguna ocasión que fuimos juntos al estadio.

De ahí que me diera una enorme pena y una vergüenza horrible lo que pasó. Pero es que hay veces en la vida en las que un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer, por mucho que le pese o le duela; y sea quien sea a quién se lleve uno por delante.

La mecha, nunca mejor dicho, se prendió cuando entramos en el ascensor dispuestos a subir al séptimo piso para seguir con nuestros quehaceres. Y el detonante fue ver unas uñas pintadas de rojo impidiendo la clausura completa de la puerta automática cuando estaba a punto de cerrase, con un más que evidente riesgo para esa bella y bastante bien cuidada mano. La puerta volvió a abrirse, y ella entró.

Y ahí fue cuando me di cuenta de que todo el mal estaba hecho ya. No había forma de escapar ni de arreglarlo, el daño era inminente. Y ocurrió. Hablando mal y pronto, me acojoné; y tuve que traicionar a Antonio.

Ella era una chica realmente guapa. Alta, casi de un metro ochenta, pelirroja, con unos ojos azul verdosos que, pese a haberlos visto solamente una fracción de segundo —estaba de espaldas a nosotros, sólo le dio tiempo a decir “buenas tardes” y volverse hacia la puerta de aluminio al entrar— te hacían desear no únicamente vender a un buen amigo, sino a tu propia madre si hiciera falta. A decir verdad, no era la primera vez que me fijaba en ella, la había visto alguna vez en ese mismo ascensor o en el bar de abajo, sin atreverme, por aquel entonces, a decirle nada.

Quién iba a pensar que a lo largo del tiempo viviríamos tantas cosas juntos. A veces pienso que tal vez fuera este incidente el que lo inició todo.

La tensión iba en aumento, al menos sobre mi persona y mis cavilaciones. Tenía tan sólo unos pocos segundos para decidirme a actuar, con las casi siempre habituales dos opciones que tristemente se tienen en la vida; o hacer lo correcto o sobrevivir.

Yo creo que incluso Antonio, una décima de segundo antes de mi golpe de gracia, se dio cuenta de lo que iba a hacer, de la deslealtad que estaba a punto de cometer. Lo vi en su cara. Quiero creer, en mi ánimo exculpatorio, que él hubiera hecho lo mismo que yo de haberse encontrado en la misma situación. Como ya he dicho, un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.

Me gustaría poder preguntárselo ahora, después de tanto tiempo.

No fue hasta la frontera entre el segundo y el tercer piso cuando consumé mi traición y, por qué no decirlo, mi indignidad. El aire se empezó a volver irrespirable, incluso nauseabundo y, presa del pánico, lo solté:

—¡Joder, Antonio! Si hubiera una imagen en el diccionario para la palabra “cerdo” saldría tu foto. ¡Qué asco, macho! Te has pasado, encima delante de esta pobre chica…

Me pareció ver, en el reflejo de la puerta de aluminio, que ella sonreía un poco…

Imagen:»Elevator Doors» de Ricardo Diaz

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