Relato inspirado en el video de YouTube enlazado al final del relato. Video enviado por Guillermo Roz para trabajo en sus talleres de la Libreria Burma.
No imaginaba Claude que a sus cincuenta y seis años la vida todavía podía depararle sorpresas. Que un viaje a Nueva Zelanda haría crecer tanto sus ganas de vivir como de amar a —y de hacer el amor con— su mujer, Marguerite. Bien es verdad que todo ello tenía truco y que fuera posible que el resurgir de su espíritu — y su libido— tuviera que ver con la naturaleza exótica y los paisajes de la isla. Aunque, bien pensado, no era por eso. Lo que le había quitado treinta años de encima fue la imagen que vio el primer día en el hotel. Esa imagen de un bikini negro y ajustado adherido al cuerpo de la joven Veronique, recién desposada con François, al salir de la piscina. Esa imagen que le hizo acercarse a ellos en el bar donde compartieron daiquiris y risas, y en el que las dos parejas trabaron amistad. Esa imagen que le venía a la cabeza en los momentos menos oportunos —o más, según se mire— al compartir lecho con su mujer. Esa imagen que, de algún modo, le hacía rendir inopinadamente bien para un hombre de su edad. Esa imagen que hizo que convenciera a Marguerite para acompañar a su joven matrimonio amigo en la selvática excursión que les hizo cruzar aquel débil puente.
No imaginaba Veronique, tan acostumbrada a los lujos y placeres de viajes y cruceros sin fin —todos ellos pagados por su padre, famoso ingeniero allá en Paris—, que iba a encontrar la felicidad en un hombre tan modesto y tan humilde como François. Un hombre de otra raza, edad y condición, pero con tanto valor dentro de sí y tanto amor que aportar, que hasta algunas veces Veronique olvidaba que durante su juventud tan sólo había sido el chófer del ingeniero Jacques. Un hombre que le había hecho descubrir que lo importante en esta vida no es lo que haces, sino cómo lo haces. Del que había aprendido que de poco vale tener una casa en la isla de Reunión si no tienes nadie con quien tomarte un café, ya sea mirando al mar en la terraza o sentados en un bordillo de la calle más infecta en Saint-Denis. Un hombre que, quizá por el color de su piel, sabía que lo importante de un viaje no es lo moreno que luzcas en las fotos de tus vacaciones, sino la gente que hayas conocido en el camino. Como, por ejemplo, la simpática pareja de cincuentones que les acompañaban en la caminata de aquel día. Pese a que Claude había generado alguna discusión entre ellos, pues a Francois no le gustaba cómo le miraba ni cómo Veronique tonteaba con el pobre viejo verde. Lo venían discutiendo mientras cruzaban el río; justo en el momento que oyeron el crujido.
No imaginaba Marguerite que viajar a las Antípodas le iba a hacer replantearse tantas cosas. Que el viaje que había elegido a modo de despedida de aquel matrimonio aburrido y sin hijos para replantearse otros horizontes —tal vez con su compañero de trabajo, que le hacía mucho más caso que Claude— se iba convertir en una segunda luna de miel. Quizá estuvieran influidos por la ilusión que demostraba su pareja de acompañantes. El muchacho negro, tan amable, y la chica blanca; un tanto pija y descocada, pero agradable también. Ellos sí que estaban en su auténtica luna de miel, pero a Marguerite le ilusionaba ver su ardor juvenil. Y es que Marguerite había descubierto muchas facetas olvidadas en Claude desde hacía un buen par de décadas. Atento con ella, cariñoso, con una dulzura especial que no le había notado desde aquellos tristes días en los que sospechó que la engañaba con su secretaria. A todo ello había que unirle una fogosidad en la cama más propia de una primera que de una segunda luna de miel. Parecían una pareja de novios que se acaban de conocer. De hecho, iban cogidos de la mano en el momento en que el puente cedió.
No imaginaba François que detrás de aquella niña pija a la que tantas veces fue a buscar al colegio, o a las discotecas para jóvenes más elitistas de París, se escondía un alma tan bella y con tantas ganas de aprender sobre el mundo real que le había sido vetado por su padre. El padre, que siempre se hacía llamar “Ingeniero Jacques”. El padre, que protegió a su única hija hasta el extremo, mientras se desocupaba de su educación, desde que su mujer murió dejando sola a Veronique a la tierna edad de ocho años. El padre, que en los 12 años que le tuvo como chófer nunca le dirigió más de tres palabras seguidas y que le relevó del puesto cuando se enteró de los líos que se traía con su hija. El padre, que después de tanto tiempo y tantas discusiones con Veronique accedió a llamarle “hijo” el día de su boda y a aceptar que su joyita se había casado con un chofer pobre, algo mayor y, sobre todo, negro. El padre, que les había regalado este viaje del que tal vez no volvieran, pensaba François mientras intentaba llegar hasta la orilla con su mujer cogida de un brazo y Marguerite del otro.
El que nada podía imaginar era Jacques, joven y ambicioso ingeniero como era hacía treinta años, acerca de las consecuencias que tendría ahorrarse 10.000 miserables francos en materiales en el diseño de aquel puente, tan lejos de Paris.
—Total, es un puto puente en una selva al otro lado del mundo, ¿quién se va a enterar?