Puede que fuera porque el Sol se ocultaba por detrás del Castillo de Ponferrada.
Puede que fuera porque ese sol hizo que se hubiera puesto esas gafas que, aunque ocultaban sus ojos marrones —para él, ella era My Brown-Eyed Girl—, le volvían loco y reflejaban su sonrisa y la belleza del mundo en ellas.
Puede que fuera porque se imaginaba que en ese castillo templario se habrían librado duelos por princesas como ella, que estaría observando desde el palco como dos valientes caballeros se mataban entre sí a lanzazo limpio con el único objetivo de poder seguir optando a sus favores.
Puede que fuera porque alguna vez se había sentido igual que esos hidalgos cuando la acababa de conocer y empezaba a cortejarla. En su caso, era más bien un Quijote en fiera lucha contra los gigantes de su inseguridad y su timidez; gigantes que con ella se convirtieron en simples molinos de viento.
Puede que fuera porque ella había accedido a muchísimas cosas a lo largo de los años; primero, desde algo tan nimio —aunque grandes logros para él— como tomar un café o ir al cine, a decisiones tan importantes como ir a vivir con él o, aunque no supiera en un primer momento la importancia que iba a tener en sus vidas, irse a hacer juntos el Camino de Santiago.
Puede que fuera porque el atardecer le solía poner un poco melancólico. Tenía la impresión de que le quedaba un día menos para pasar con ella, un grano más había caído en el reloj de arena y nunca se sabe lo que ocurrirá mañana; hay que estar siempre preparado para expresar las cosas que uno va sintiendo, mejor arrepentirse de hacer que de omitir, mucho mejor pedir perdón que permiso.
Puede que fuera porque el verano del norte le sentaba maravillosamente. Simplemente estaba más guapa que cualquier día que recordara, incluyendo cuando la conoció, cuando el frío de Madrid sonrosaba sus mejillas mientras caminaban a sus casas; ella porque vivía cerca del amigo común que celebraba esa fiesta, él porque se inventó donde vivía para acompañarla. Para él, esa noche acababan de desenfundarse las lanzas.
Puede que fuera porque llevaban un rato sin hablar. Al principio disfrutando del silencio y la compañía, pero llega un momento en el que hay que decir o hacer algo antes de que el silencio se vuelva incomodo; y como no se le ocurría nada ingenioso, decidió que era el momento, y quiso quitarle solemnidad y darle un poco de factor sorpresa haciendo el payaso, que se le daba muy bien. El Bufón del Castillo.
Puede que fuera porque lo tenía planeado desde hace mucho tiempo, de un modo u otro, y era el momento, no podía esperar más; a veces sientes que si pierdes un instante especial no vuelve. O lo que es peor, se corre el riesgo de intentar que vuelva o imitarlo de alguna manera y acabar arruinándolo.
Sin embargo, era porque en cualquier momento iba a estallar de amor si no lo hacía.
Fue entonces cuando, sin previo aviso, sin excusa ni pretexto, con premeditación, nocturnidad y alevosía, le dio un beso en la mejilla, se agachó, metió la cabeza por debajo de sus piernas y la subió a hombros en medio de Ponferrada, empezando a trotar y a relinchar como el podenco que era ante el asombro del resto de peregrinos que les acompañaban. Ella, como siempre que hacia este tipo de tonterías, fingió asustarse y estar sorprendida, y empezó a golpearle la cabeza dándole pequeñas bofetadas, pero acabó por reírse.
Y qué risa era aquella. Fuegos artificiales. Toque de corneta, llamada a duelo o a lo que hiciera falta por asegurarse un segundo más. Hubiera jurado que los habitantes del castillo llevaban celebrando ochocientos años de fiesta mayor por esa risa.
Fue entonces cuando ella empezó a ponerse un poco nerviosa, nunca le gustaron las alturas y dijo:
—Bájame, no tiene gracia ya, cariño. Bájame, por favor. Se acabó el juego.
Y tenía razón, el juego se había acabado. Al menos para él. Sabía que era el momento; el lugar donde todo confluía, donde todo quedaba resuelto. Donde habían llegado todos los hilos que habían ido tejiendo desde aquella noche de invierno en Madrid. Había pensado hacerlo en Santiago, al final del Camino, nada más terminar el peregrinar que les habría llevado al comienzo de sus días. Pero en aquel atardecer con aires medievales, decidió que era el Final, el final de su camino, lo que había estado esperando durante toda su vida. Fue ahí cuando la bajó al suelo, se arrodilló y sacó el anillo de su bolsillo.
Ella tenía el Castillo a su espalda, y él siempre que cuenta esta historia nos jura que mientras estaba arrodillado vio cómo, desde una almena, el Rey sonrió y, levantando el pulgar hacia arriba, le dio su bendición para tomar la mano de su hija.
Y toda la Corte aplaudió, dando por iniciados los festejos.
Imagen: «Castillo de Ponferrad» de Contando Estrelas