Teníamos que ir al circo. Al maldito circo. Nunca me había gustado. Desde que tengo memoria he ODIADO, así, con mayúsculas, el maldito circo. Se trataba de un odio irracional, pues no recordaba haber ido nunca. Pero un odio al fin y al cabo.
Aun así, me alegraba de haber ido esa tarde allí, sólo por el hecho de que ella me lo había pedido y porque le hacía ilusión a su sobrino Miguel, de provincias y de tan sólo siete años. Yo mismo tenía un vago recuerdo de las Navidades en las que venía a Madrid y me hacían ilusión las cosas de la gran ciudad. Además, ella llevaba unos días un poco rara, y es nuestro deber mantenerlas contentas. Aun así, no me privé de expresarle mi disgusto; a lo que me respondió con una enorme sonrisa mientras nos sentábamos en nuestros asientos, a pesar de lo pálida que estaba:
—Anda, cállate y dame un beso…
Aquello lo desencadenó todo. Fue un recuerdo difuso al principio, pero que en cuestión de segundos se hizo nítido y transparente, como uno de esos cristales límpidos de algunas puertas en las que tienen que poner un círculo rojo para evitar que te estrelles contra ellas. PELIGRO. Acababa de recordar porque odiaba el circo. El maldito circo. Ella vio la cara que ponía cuando me dijo esa frase, esa maldita frase, y me preguntó que qué me pasaba.
No pasaba nada. Todavía no estaba preparado para contarlo. Era un recuerdo que estaba saliendo del rincón más oscuro de mi memoria.
Hacía mucho tiempo, un chaval como Miguel, con sus mismos siete años y la misma ilusión provinciana ante un circo en Madrid, había ido a ver a los payasos, trapecistas y demás con su abuela. Era su nieto favorito. No podía parar de agradecérselo y decirle lo mucho que le apetecía ir, y además ir con ella. Se estaba poniendo un poco pesado; de ahí que la abuela le acabara diciendo:
— Anda, cállate y dame un beso…
Ahora que había salido a la luz, lo recordaba como si fuera ayer. El miedo. La angustia. La tristeza. Ahora entendía la cara que había puesto mi madre cuando le había dicho que íbamos al circo con Miguel. Ahora entendía todo. Y me asustaba. No podía ser casualidad. No podía haber dicho exactamente la misma frase. En el maldito circo. Y ella cada vez tenía peor cara…
Y es que ese chaval estaba viviendo con una alegría enorme aquella tarde, la última de su infancia. Rió como un loco con las ocurrencias de los payasos, lanzó suspiros de admiración con los trapecistas, miró embelesado a las distintas fieras que desfilaron. Tigres, leones que venían de cualquier lugar del planeta, incluso del zoo de Madrid. Hasta llegar a ese momento, muy al final, en que su abuela se empezó a encontrar realmente mal y pidió un médico con voz entrecortada, no le quedaba resuello ya…
El resto fue silencio.
Mientras me preguntaba si mis recuerdos eran ciertos o no, miraba a ambos lados para escrutar a mis acompañantes. Y todo me resultaba familiar. Demasiado familiar. La risa de Miguel hacia estallar la ciudad con las paridas de los payasos. Los malditos payasos. Ella estaba lívida, de un color verdoso que no me hacía presagiar nada bueno. Sin embargo, me miraba y sonreía. Al menos hasta que se daba cuenta del sudor frío que me recorría el cuerpo y me veía tragar saliva. No podía ser casualidad.
Cuando llevábamos algo más de la mitad, al terminar la actuación que más aprensión me daba, los malditos trapecistas, ella soltó la frase que jamás querría haber oído:
— Voy al baño amor, no me encuentro muy bien.
Aunque lo dijo con la mejor de sus sonrisas, la de mayor paz y felicidad que le había visto nunca, y me había dado un beso al marcharse, me asusté. Muchísimo. No podía ser casualidad. Me dieron ganas de atarle al asiento, de impedirle que se fuera. No tenía nada claro que fuera a volver.
Y pese a que la vida te da sorpresas, en realidad sí que era para asustarse.
Porque algo menos de nueve meses después, Miguel tuvo una primita. Y era la viva imagen de mi abuela.
Foto: «Circus 050» de John VanderHaagen
Me encantan tus relatos. Para cuando un libro ;)?
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Todo se andara jejejeje…
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