(Comienzo de la novela “Dejese querer por una loca” de Diego Manresa Bilbao; a la venta a mediados de noviembre en Editorial DECH: https://interdech.com/home/182-d%C3%A9jese-querer-por-una-loca.html )
“Y queda un poco lejos
cuando me incendiaste y ya
soplaron las cenizas…”
Mi primera combustión, Love of Lesbian
Bien está lo que bien acaba.
Creo que, de una vez por todas, le hemos dado un final digno a lo nuestro. Ayer tuvimos una última gran tarde aunque fuera, como siempre, a tu modo y como tú decidiste.
Habíamos hablado hará unas tres semanas para encontrarnos y tomar una cerveza. La excusa era devolverte tu pijama; ese pijama-camisón que tanto tiempo llevaba habitando en mi casa. Primero entrando y saliendo del cajón de mis camisas a tu conveniencia, más tarde agazapado en ese mismo lugar, como recuerdo fósil de unos días mejores, y en estos últimos días en el más recóndito de los escondrijos de mi habitación, en la maleta que sólo saco de encima del armario y le limpio las telarañas cuando vuelo a Madrid desde Londres por Navidad.
Fiel a tu costumbre, te has hecho de rogar. Cierto que fui yo quien propuso el encuentro, pero también era obvio que por muchas ganas que tuviera de verte no iba a correr tras de ti como un perrillo para devolverte un pijama que al fin y al cabo es tuyo. Y que estoy seguro que no me has pedido antes por no hacerme sospechar que tenía un destino diferente al que supongo, tu casa. Aunque a estas alturas pueda acabar en cualquier lugar; una vez ha pasado por una habitación nada impide que vaya a pasar por más.
Porque, como decía, te ha costado dar el paso. Y cuando lo has hecho ha sido con prisas, para no variar. Tres semanas después de nuestro último contacto vía WhatsApp, nuestro medio de comunicación favorito —creo recordar que tan sólo hemos hablado por teléfono unas tres o cuatro veces desde que nos conocemos, y por lo general para cosas desagradables—, ayer lunes te decidiste a escribirme, a eso de las cinco. Justo en el momento en el que recogía mis trastos en la oficinucha donde malgasto mis días de un tiempo a esta parte. Me preguntabas si podía quedar esa misma tarde a las ocho, que al día siguiente empezabas el turno de noche. Como no soy orgulloso, en efecto me venía bien y quería deshacerme de una puta vez del pijama, acepté. Y hasta propuse vernos cerca de tu casa, en Walworth Road; la calle que a fuerza de costumbre y de haber sido recorrida en tal diversidad de circunstancias—maravillosas, buenas, regulares, pésimas y dramáticas— quedará guardada en mi memoria mientras viva.
Con todos estos antecedentes debías de intuir que no estaba en la mejor disposición para que la tarde de ayer fuera algo para recordar, mi querida Blanca. Aun así nos vimos. Y lo hemos pasado bien; ha sido un noble homenaje a nuestros días de gloria.
Blanca, Blanca, Blanca…
No sé si sabes que llevo desde julio escribiendo este diario dirigiéndome a ti. Y es que has sido el centro de mi vida desde el momento que te conocí; ese viernes raro con mis antiguos —y tus actuales— compañeros de trabajo del hospital. Desde ese día de junio en que nos vimos por primera vez he respirado, hablado y escrito por y para ti. Y va siendo hora de acabar con eso. Ha llegado el momento de empezar a vivir mi vida, no mi vida reflejada en tus ojos marrones; que me recordaban a otra persona aunque nunca quise reconocerlo ni hablarte de ello. Esos ojos marrones en los que me perdí tantas veces a lo largo del tiempo. Esos ojos marrones que un día me miraron con amor y ahora sólo lo hacen con cariño.
Habíamos quedado en la puerta del súper junto a la parada de autobús que hay al lado de tu casa. Como en los buenos tiempos. Hice el camino de veinte minutos andando desde el cuchitril que comparto con Nicolás en Oval —que no por minúsculo deja de ser carísimo—con un torrente de recuerdos agridulces entremezclándose en mi mente y acechándome, de la misma forma que te pueden acechar los extraños especímenes que habitan Walworth, el depauperado barrio de Londres que siempre atravesaba en el camino que ahora separa nuestras casas y que en un tiempo unió nuestras vidas.
Y por una vez no llegaste tarde. Yo lo había hecho pronto, con lo que tuve que esperarte, as usual, intentando soportar el frío del eterno invierno londinense y el olor a kebab y a pollo frito que hay en cualquier calle no céntrica de la ciudad, esas que los turistas no se atreven a pisar y en las que por lo tanto se vive el Londres auténtico.
Entonces apareciste…
Y lo hiciste igual que siempre. Sonriente, con esa sutil belleza que al final todo el mundo acaba apreciando y con esos ojos marrones que hacía tres meses se habían cansado de mirarme. Con un saludo cariñoso desde lejos y el aire de despreocupación y frivolidad que emites al mundo exterior y que el casi indetectable poso de tristeza en tus ojos desmiente.
Ofrecí que fuéramos a tomar algo al pub de siempre —quizá nuestro pub— pero tú dijiste que preferías ir a otro, más cerca de allí, con un pretexto muy liviano; algo así como que habían cambiado la marca de cerveza o que los nachos ya no estaban tan buenos como antes. O chorrada similar, pues mi shock por volver a verte era tan grande que no pude atender a tus palabras lo bien que hubiera debido.
El caso es que tu excusa me hizo pensar en un detalle que tal vez fuera la clave de nuestro frustrante primer reencuentro de noviembre. Que tú también tenías recuerdos, que tú también me habías echado de menos. Que a ti también te dolía verme y evitabas ciertos lugares, personas y canciones como llevaba haciendo yo desde finales de octubre. Y me he dado cuenta que durante estas semanas he estado tan centrado en cuánto te extrañaba, tan sumido en mi propia tristeza, que en ningún momento me había parado a pensar en que, por mucho que fueras tú quien quiso que dejáramos de vernos, a ti también te podía, te debía, doler.
Al llegar al pub, tras las preguntas habituales y devolverte el maldito pijama —acompañado de un CD con las fotos del viaje a Dublín que quería que tuvieras, a pesar de que fue allí cuando todo empezó a terminar— por fin tuvimos una conversación como Dios manda, en la que hablamos de todo nuestro común pasado y de nuestros respectivos presentes y futuros. Una charla de amigos, sin el recuerdo de toda la violencia que sentimos en esa media hora cortita en la que nos vimos en noviembre, cuando todo era demasiado pronto para los dos.
Y nos hemos reído. No tanto como antes, pero casi. Te han hecho gracia algunas de mis ocurrencias, como cuando me has preguntado sobre cómo le va a Nicolás:
—Yo creo que está enamorado y todavía no lo sabe. —A lo que siguió tu risa; esa risa por la que antes hubiera matado pero que ahora tan sólo se me contagia.
Siempre te divirtieron mis paridas. Fueron una de mis mejores armas para hacerme querer. Las fotos, las gracias y los videos idiotas que te mandaba por el móvil, los chistes que te hacia cuando estábamos juntos. Como me reía de mí mismo y de ti. Y contigo.
—Qué chalado estás, D. —me decías aquellas veces, al igual que ayer cuando te hable de los amoríos de Nicolás.
Y, siendo como ha sido ha sido una tarde y una conversación muy agradable, siempre hay puntos oscuros o tensiones. Como cuando te he hablado de mis planes de abandonar Londres y volverme a Madrid. No me ha gustado tu expresión, mezcla de culpa y tristeza, al contártelo. Y eso que te he jurado que no era por ti, que era por mí.
Sé que no te has creído esto último. Lógico, pues no es del todo cierto. Porque una parte de mí me dice que estoy cansado de esta ciudad y echo de menos a mi familia, por la que me has preguntado —sobre todo por Nacho, todo el mundo quiere a Nachete, y por Lourditas— con todo el cariño que les tienes sin haber llegado a conocerlos. Pero hay otra porción de mí que sabe que si siguiéramos juntos no me estaría planteando la vuelta a casa. Y esa parte de mí lo tiene clarísimo. Menos mal que hemos sabido reconducir la conversación después de ese rato un tanto amargo, con mezcla de negación por mi parte y remordimiento por la tuya, a terrenos mucho más inocuos como charlar sobre nuestros antiguos amigos comunes y demás banalidades.
No te he hablado de Eileen; no me has preguntado. Y si lo hubieras hecho tampoco te habría contado nada. Total, no te habrías puesto ni celosa. Tú misma has querido dejar claro que no estabas viendo a nadie, algo que me extraña mucho; hay sombras muy alargadas rondando por mis maquinaciones y recuerdos.
No he podido evitar pensar que en un mundo ideal tú y yo nunca hubiéramos tenido esta “cita”. Pero la vida es así, uno tiene que trabajar con el material del que dispone. Y, dadas las circunstancias, juraría que he salido airoso del encuentro; anoche volví a casa de mucho mejor humor y con mucha más esperanza en el futuro que cuando salía, un par de horas antes, para encontrarme contigo.
Y eso es un paso de gigante.
Por eso no sé si he hecho lo correcto al mandarte esta tarde un mensaje con la típica foto de Paulo Coelho acompañada de un texto en el que ponía “Y así, poco a poco, nos fuimos convirtiendo en dos desconocidos con recuerdos en común” y decirte que espero que a nosotros no nos pase. Quién sabe si no es un modo de repetir viejos errores.
“Qué chalado estás!” me has contestado…
Musica: « Mi primera combustión» de Love of Lesbian
Imagen: «The Red Lion» de Reading Tom
Bien empieza lo que bien acaba! Pintón de novela!
Me gustaLe gusta a 1 persona
Bravo D, nunca dejaste de sorprenderme ¡Enhorabuena por tu libro! Buenísimo escritor y mejor persona. Espero que la canción de tus días felices en el futuro nunca pare de sonar ;0)
Me gustaMe gusta