El anciano encontró la llave en el arcón que tenía en el desván de su enorme y ahora solitaria mansión; en lo que él llamaba “El Baúl de los Recuerdos”. Siempre le encantó la canción de Karina. Le retrotraía a cuando Laura estaba junto a él y sus hijos eran todavía pequeños; a aquellas verbenas de los veranos en Asturias en los que todavía creía que se comería el mundo, antes de que fuera al revés.
Porque precisamente eso significaba aquella llave; un símbolo de todas las ilusiones y esperanzas rotas por la ambición y la avaricia de conquistar el mundo.
Recordaba perfectamente la fecha en la que todo cambió. 21 de junio de 1970, el día que cumplía 40 años. Le volvió a la mente la visión de estar en su honrada pero para nada pequeña casa del centro de Madrid, soplando las velas de la tarta, rodeado de su perfecta mujer y sus perfectos hijos; y pensar que era feliz, incluso muy feliz, pero que le faltaba algo. Que quería más. Que no podía, que no debía, conformarse con su acomodada vida perfecta. Que, de seguir así, todo seguiría rodando suavemente hasta el día de su muerte y, aunque a sus hijos nunca les iba a faltar de nada, no experimentarían una mejora respecto a él en las oportunidades que les ofrecería la vida. Y así seguiría la rueda, generación tras generación, ad infinitum.
El ansiaba algo mejor para su prole. De ahí que, justo a la mañana siguiente, entrara en el despacho de su jefe para decirle que sí; que aceptaba la participación en la empresa, con las consiguientes nuevas responsabilidades comerciales.
Y ahí empezó el rosario de interminables noches trabajando, viajes que duraban toda la semana y cenas de negocios que terminaban en locales turbios de Madrid a altas horas de la madrugada. Veladas en las que al principio las chicas eran regalo para el cliente y al poco tiempo, ya que las cosas con Laura estaban un poco frías y que cada vez se bebía más en esas cenas y encuentros, empezó a permitirse regalárselas a sí mismo.
Al poco tiempo, las jornadas de trabajo eran tan extenuantes —y provechosas, pues sus ingresos eran cada vez más altos— que le tuvo que empezar a ayudar el polvo blanco. También la ambición de mujeres era cada vez mayor, ya no siempre bastaba con una.
De ahí que hiciera falta un lugar privado para montar las “reuniones de negocios”. Un apartamento con llave propia.
Esa llave que hizo abrir tantas piernas y tantos maletines llenos de dinero durante toda la década de los 70. Esa llave que le fue alejando de Laura y de sus hijos a lo largo de aquellos diez o doce años. Esa llave de cuya existencia y significado su mujer era bien consciente pero que por las costumbres vigentes en aquella época y, por qué no decirlo, la seguridad económica que ofrecía nunca fue mencionada ni utilizada como prueba del delito. Esa llave que tuvo que entregar finalmente a Laura cuando le pidió el divorcio, nada más legalizarse, en justo y tal vez irónico castigo al mal que había realizado con ella. La llave que abrió el piso de su exmujer y de sus hijos hasta el gris día en que Laura murió. La llave que venía junto a la carta que sus vástagos le enviaron para comunicarle, a modo de despedida definitiva, que Laura había muerto y que ya nada les unía a él.
Dejó otra vez la llave en el baúl, justo al lado de la última foto que tenía junto a sus hijos, cuando el mayor terminó la Universidad.
De sus nietos no tenía ninguna.
Foto: «Key» de Tszchungwing