Un Asunto de Familia

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Cuando el Comisario Martiánez  me llamó a su despacho, no tenía ninguna pinta de que fuera a llevarme un ascenso, ni siquiera  una felicitación. Al carácter hosco de nuestro bienamado superior se le sumaba la serie de desperfectos que este humilde agente había causado ayer en su última misión.

Todo ocurrió la tarde anterior. Era un día como otro cualquiera, con el pegajoso calor de Madrid en agosto derritiendo nuestras frágiles entendederas. Me encontraba con las manos pegadas al volante de cuero del coche patrulla, con mi compañera Laura en el asiento del copiloto. Decir que me sentía atraído por ella sería decir poco y que estaba enamorado, tal vez mucho. Era cierto que teníamos una fuerte complicidad y que nos encontrábamos muy a gusto trabajando el uno al lado del otro, pero el que ella fuera mucho más alta y guapa que yo y que, no por casualidad, también se apellidara  Martiánez hacía de nuestra relación algo cercano a una quimera.  Y es que no suele ser buen negocio entrar en líos de faldas con la hija de tu jefe, pensaba yo; más que nada para obviar el hecho de que, tuviera ella el apellido que tuviera, no había mucha tela que cortar por allí.

Sucedió que, haciendo nuestra ronda, recibimos un aviso de gritos y ruidos en un domicilio, con posibilidad de violencia doméstica. Nos encaminamos hacia allí con una triste expresión de rutina. Es una llamada a la que estamos mucho más acostumbrados de la cuenta.

Sin embargo, cuando Laura llamó a la puerta, teniendo que derribarla porque nadie nos oyó llamar al estar sonando La Lambada a todo volumen por la radio del interior del piso, nos encontramos con una realidad bastante distinta a la que esperábamos.          Porque daba la impresión de que la pareja que antes estaba discutiendo se había reconciliado. Y de qué forma…

Los gritos que íbamos oyendo de camino al dormitorio solo podían indicar dos posibilidades; o bien alguien se estaba matando o bien se estaba queriendo. Y nuestro trabajo como policías es el de investigar.

 

Ahora, a toro pasado, cualquiera diría que lo mejor hubiera sido preguntar desde fuera antes de entrar a la habitación. Yo también opino lo mismo. Pero, una vez estás de misión y metido en situación, trabajando a cuarenta grados y, por qué no decirlo, la curiosidad  pica, es más que razonable plantearse entrar sin llamar a una habitación en la que es probable que estén follando.

 

Debería haberlo pensado antes de entrar allí y apuntar al Comisario con  mi arma reglamentaria, mientras él intentaba descargar la suya, que no lo era, en una mujer que ni por asomo era la reglamentaria señora de Martiánez.

 

Se pueden ustedes imaginar la escena. Dos generaciones de la familia mirándose frente a frente; una en uniforme y el otro de paisano recién venido al mundo. Y en medio de todo este narrador, pistola en mano —ni una broma al respecto— y una mujer de aproximadamente la mitad de edad que el comisario, también de paisana. El caballero que les habla abandonó la sala en silencio, dejando a los Martiánez y allegados resolver sus familiares cuitas, tras informar a Laura que iba directo a comisaría dando un paseo, dejándole a ella el coche patrulla.

 

De ahí que, cuando entré en el despacho del Comisario al día siguiente, recordara de pronto todos y cada uno de los versos del “Jesusito de mi vida” y el sudor frío inundara mis axilas. Martiánez me indicó con uno de sus bruscos gestos que tomara asiento, dejándome a la espera de su discurso mientras se mesaba los bigotes. Tras unos segundos que me parecieron eternos, dijo:

 

—Mi hija habla maravillas de usted, agente; tanto profesional, que eso ya lo sabía, como personalmente.

—Muchas gracias, señor Comisario —acerté a decir, con la voz quebrada por el susto—, ella también es una gran profesional y, si se me permite, una gran persona.

—Claro que se le permite, agente. Una cosa, ¿Por qué no se viene a cenar a nuestra casa esta noche? Mi mujer está de viaje y Laurita cocina a las mil maravillas. Como su superior, no acepto un “no” por respuesta.

—En ese caso, nos vemos esta noche, señor Comisario.

 

Y, cuando me iba de aquel despacho, no sabiendo exactamente qué demonios había pasado ahí dentro, si me había librado de una expulsión o me estaba ganando un ascenso, oí a Martiánez murmurar a mi espalda:

 —Bienvenido a la familia, Joaquín.

 

 

Foto: «Classic British Police Motorcycles» de Paul Townsend

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